“…la idea de que el futuro sea diferente del presente es tan repugnante para nuestros modos tradicionales de pensamiento y comportamiento que nosotros, la mayoría de nosotros, mostramos en la práctica una gran resistencia a actuar al respecto.”
John Maynard Keynes, 1937
Como todo ejercicio creativo y analítico, la prospectiva tiene como uno de sus principales límites a la disonancia cognitiva; las ideas antagónicas a nuestra cotidianidad o a nuestras expectativas, sueños, creencias o costumbres generan aversión en automático. Incluso los eventos adversos de la vida cotidiana que ocurren con cierta regularidad, como las enfermedades, la pérdida del empleo, la muerte de familiares cercanos, accidentes, etc., suelen ser rechazados como sucesos cuya ocurrencia sea factible, a pesar de que sabemos que la gente muere, las enfermedades llegan o el empleo se pierde. Cabe sin embargo recordar aquí la segunda ley de los estudios de los futuros propuesta por James Dator: “Cualquier idea sobre el futuro debe parecer ser ridícula (imposible, obscena, de ciencia ficción)”. El “futuro más probable” es a menudo uno de los futuros menos probables.
Mientras mayor sea el número de escenarios que un ejercicio prospectivo incluya y mientras más disruptivos sean menor será la fragilidad del mismo en la lógica que
Nassim Taleb plantea en su libro
Antifragilidad. No siempre existen argumentos para negar que ciertos eventos puedan ocurrir; más aún cuando eventos similares ya han ocurrido en el pasado. La negación no emocional de los mismos suele tener un fundamento racional dirigido a propósitos concretos. Por ejemplo, es común que los políticos hablen del crecimiento económico, la ampliación de los vínculos con el exterior, el mayor dominio en ciertas áreas económicas, la expansión territorial, etc.; hasta el momento no se ha conocido uno que diga “en mi gobierno la economía se podría reducir, el desempleo aumentar y el territorio ver diezmado”; la negación es parte de los discursos políticos. Los futuros políticamente manejados suelen hablar del “México que todos queremos”, de la grandeza que nos une, de un pasado en común y un sólo camino para lograr un mayor bienestar y, cuando mucho, de medidas dolorosas e impopulares pero necesarias para finalmente lograr el ansiado desarrollo y la prosperidad.
En este sentido de ideas, la exploración profesional y no políticamente manejada de los futuros de México debe poder incluir escenarios donde los Estados Unidos Mexicanos (EUM) no sigan siendo la entidad territorial, política y poblacional que actualmente son. En principio, los EUM son una invención moderna que data de mediados del Siglo XIX. En los 203 años de independencia y en los 189 años desde que la constitución de 1824 utiliza el término por el cual se define al país que llamamos México, el territorio nacional ha tenido importantes variantes, ello sin contar las inmigraciones y las emigraciones. Según Alvin Toffler (La Creación de una Nueva Civilización) el Estado del presente siglo está definido por el fin del Estado-Nación o Nación-Estado que sirvió de marco jurídico administrativo de los pueblos. Los conceptos de Nación-Estado son constructos imaginarios, son marcos virtuales de relaciones entre unos y otros pueblos; es decir, son patrones imaginarios, y la esencia de esos acercamientos tiene que estar en los pueblos reales, más aún en las personas reales. Por otro lado, las bases políticas y económicas de las naciones actuales se difuminan y cada vez son menos importantes los mercados locales en los cuales, atávicamente, se sustentaban.
La definición de estado nación se basa en un territorio definido, una población y un gobierno; tres circunstancias que, en el caso de México, han variado enormemente en los últimos 200 años: la población nacional actual no sólo está compuesta por mexicanos; casi 30 millones de personas de origen mexicano no viven dentro del territorio nacional; han ocurrido al menos dos intervenciones por parte de otros países que han derrocado al gobierno o hecho que éste pierda su capacidad de gobernar; en los últimos años se ha llegado incluso a hablar de un estado fallido. Si México ha variado tanto en el pasado, ¿cómo podría variar en el futuro?
Actualmente existen condiciones que permiten imaginar futuros en los que el país se fragmente y se reacomoden las fronteras, un par de ejemplos son las importantes diferencias sociales, culturales y económicas entre el norte y el sur del país, que van desde una sensación de subsidio de una región a otra hasta una de abuso y explotación en el sentido opuesto; ello sin contar las diferencias a nivel de desarrollo, infraestructura y vinculación con el exterior; lo cual podría definir diversos futuros para los Méxicos. Adicionalmente, la alta población de origen mexicano en los estados sureños de los EUA y la baja densidad poblacional en los territorialmente inmensos estados del norte de México podría ser un factor propicio para un corrimiento de las fronteras.
Si a lo anterior sumamos la baja capacidad del gobierno federal para asegurar el territorio nacional, dando espacio a grupos organizados de delincuentes para tener el dominio de zonas donde no sólo extraen renta a través de crímenes, sino también median en desacuerdos, cobran “impuestos” a cambio de “seguridad” y regulan el libre tránsito en ciertos territorios; tal es el caso de Michoacán, Tamaulipas, parte de Veracruz y otros estados en menor medida, ¿qué tan factible sería para estos grupos organizarse de manera más formal con las élites de dichos territorios y constituir gobiernos autónomos que no rindieran cuentas al gobierno federal actual?
¿Pensar en la creación de nuevos países a partir de los actuales es descabellado? Para nada. A pesar de la globalización y la tendencia hacia la creación de uniones integradas por diversos países, el número de naciones independientes ha crecido de manera sostenida, y parece que también acelerada. Se puede observar que los países, como ocurre con un número creciente de matrimonios o corporaciones, frecuentemente llegan a un punto de ruptura, en que se separan, o mueren. Generalmente, son sus regiones más ricas –y no las más postergadas– las que buscan ”desunirse”. Estas regiones sienten que están dando más de lo que están recibiendo de las sociedades a las que pertenecen, y quieren romper sus lazos con ellas. Los movimientos pro-autonomía de regiones no son ni escasos ni raros (Quebec en Canadá, Cataluña en España, para citar sólo dos).
La idea de una futura fragmentación de México no es nueva. Juan Enríquez Cabot (Los Estados Des-unidos de América, Crown Business, 2005), por ejemplo, vislumbra una posible ruptura de México en cuatro regiones/países: el norte (“el país del Tratado de Libre Comercio”); el México Central (la Ciudad de México y sus alrededores); el México Indígena (Chiapas, Guerrero y Oaxaca); y el nuevo Maya (Yucatán, Campeche y Quintana Roo). Los elementos para la desunión están ahí: regiones descontentas, gobiernos progresivamente incapaces de satisfacer las expectativas de su gente, y proyectos supranacionales.
Si el territorio nacional actual se atomizara ¿dónde quedaría México? México como tal en un origen fue México-Tenochtitlan, un pequeño islote en una laguna, cuyo dominio militar se extendió por el centro de nuestro actual país, pero que nunca llegó a Yucatán, ni tampoco a Sonora y mucho menos a la península de Baja California. En ese sentido uno de los Méxicos del futuro podría incluir a los estados del centro como Hidalgo, Querétaro, Guanajuato, Aguascalientes, Tlaxcala, Morelos, Puebla; tal vez parte de Veracruz. Otro podría ser uno conformado por los estados de la península de Yucatán y otros del sur-sureste del país (la “hermana república de Yucatán” fue ya en el pasado una entidad territorial y política distinta al México actual. Los seis estados del norte más Baja California Sur podrían ser una entidad territorial distinta a México y similar a lo que fue Texas antes de su anexión a los EUA. La república del occidente podría estar conformada por Jalisco, Nayarit, Sinaloa y tal vez Michoacán, dependiendo de hacia donde vaya su actual circunstancia de inseguridad. Por otro rumbo una República de Michoacán, Guerrero, Oaxaca y Chiapas, tal vez unida por una disidencia narco-sindicalista-zapatista, que aunque no tienen una visión en común si tienen un enemigo en común, el gobierno federal. Una nueva conformación político territorial podría darse si la percepción de que ello propiciaría beneficios políticos y económicos para sus poblaciones, clases dirigentes y aparatos militares y de fuerza fuese suficientemente fuerte.
En la actualidad, la integración económica nacional es endeble, básicamente por un tema de infraestructura de comunicaciones. Como los fenómenos meteorológicos recientes (Ingrid y Manuel) lo mostraron, aislar a los estados de Michoacán y Guerrero fue cuestión de una noche. ¿Podría alguna organización hacer lo mismo en pocas horas? Si los futuros de un sólo México dependieran de una mayor integración política, social y económica, ¿va México en la dirección “correcta”? Los temas de desigualdad, inseguridad y aislamiento obligan a pensar que en el futuro México podría tener un mayor parecido al pasado que al presente, vivir una situación similar a los países de la ex Unión Soviética o de algunas regiones de África, que todavía hoy viven convulsiones. La desvinculación de actividades entre regiones, desde las culturales hasta las comerciales, propicia una diversificación regional de intereses y dependencias: los estados del norte fronterizos con Estados Unidos (Baja California, Chihuahua, Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas) están bajo la influencia del mercado estadounidense; la región central (Ciudad de México, Querétaro, Puebla, Morelos, Hidalgo), se ha reestructurado a imagen y semejanza de las influencias del mercado interno; y la región sur-sureste (Veracruz, Oaxaca, Tabasco, Chiapas, Quintana Roo) está en una fase de readecuación para orientarse al mercado externo vía la constitución de maquiladoras.
¿Debemos pensar los futuros de México, o de los Méxicos?